Juan Martín Del Potro estará ante la enorme y firme posibilidad de derrotar a Rafael Nadal en una instancia decisiva (semifinales) de un gran torneo (Flushing Meadows).
La presunción, no exenta de cierta cuota de audaz ilusión, tiene por lo menos tres argumentos muy sólidos que la justifican como el saque y el drive, el ataque sobre el servicio del español con su derecha para ganarle el fondo y tirarlo para atrás y la táctica de jugar más sobre el drive que sobre el revés para no caer en la trampa de volcarse sobre un golpe que hoy está mejor en Nadal por su versatilidad (defiende muy bien con el slice o ataca con mucho top o pegándole plano a la pelota según lo necesite).
Pero más allá de lo tenístico, táctico y estratégico, hay un dato que ninguno de los dos protagonistas pasará por alto a la hora de salir a jugar al Arthur Ashe. Es cierto que Nadal es el número 1 del mundo, que ganó tres veces el Abierto de Estados Unidos -¡algunos todavía sostienen que sólo es un gran jugador de canchas lentas!- y, seguramente, uno de los más grandes competidores que dio este deporte en su larga y rica historia. Sin embargo, hay un detalle favorable a Del Potro: el tandilense se transforma en el escenario de su éxito más impactante. En la cancha de tenis más grande del mundo, el argentino se energiza como casi nadie.